En las semanas previas, he compartido lo que he aprendido en mi largo caminar para aprender a gestionar las emociones. Ya he mencionado que en un primer paso se trata de escuchar al cuerpo a través de las sensaciones físicas. Después, identificar la emoción que estoy sintiendo.

¿Y luego qué?

¿Qué hago con la emoción que acabo de identificar?

Esta semana, voy a hablar de aquello que provoca esas emociones. Y te adelanto algo: no, no es nuestro entorno el responsable de esas reacciones, ¡cómo nos gusta echar balones fuera!. No es nuestra madre entrometiéndose donde no le llaman, las celebraciones que se acercan, el adolescente que pasa de mí como si fuera invisible “bro”, el profesor que explica tan mal que parece que habla en otro idioma, no es el jefe que me mete más presión que mi última sesión de pilates, ni la compañera que parece tener una máster en el arte de evitar el trabajo. Nada de eso provoca nuestras emociones, o al menos no solo eso.


«El mapa no es el territorio»

Alfred Korzybski

«El mapa no es el territorio» es uno de los principios básicos de la Programación Neurolingüística, donde el territorio es la realidad y el mapa es lo que interpretamos de esa realidad. Nuestro cerebro es muy listo y siempre busca ahorrar energía, para ello guarda en nuestra memoria experiencias, aprendizajes, expectativas, percepciones, etc. Creando así un mapa de cómo interpretamos el mundo, cómo nos interpretamos y cómo interpretamos a los demás. Luego, tira de memoria para no tener que procesar todo de nuevo. Es así como creamos las creencias, aquellos pensamientos que son como verdades grabadas a fuego y que a veces pueden potenciarnos y otras veces limitarnos.


A veces las creencias están tan arraigadas que se nos escapan y pueden llegar a ser invisibles e indetectables.

Así que tenemos la memoria repleta de creencias automáticas, muchas veces incluso invisibles, que nos provocan pensamientos, juicios, interpretaciones, etc. A veces van a nuestro favor y otras veces nos boicotean como un despertador en lunes por la mañana. Y esos pensamientos son los que nos provocan las emociones, que en algunas ocasiones son dolorosas e incómodas.


Por ejemplo, estoy charlando con mi jefe por la tarde, y me está pidiendo que haga un trabajo antes de irme. Noto cómo mi corazón comienza a latir como si estuviera participando en una maratón, la sangre corre más rápido por mi cuerpo, enrojezco, y se me activan los músculos de la espalda, cuello y brazos. Es la ira. ¿Qué estoy interpretando de lo que está pasando? Quizás que ese trabajo va a costarme más que hacer malabares con bolas de papel, o porque las veces anteriores me ha costado más tiempo del que tengo hasta la hora de salir, aunque nadie lo sepa porque lo he terminado en plan ninja por la noche en casa, o porque mi jefe no ha calculado bien los tiempos o porque creo que mi jefe me tiene en el punto de mira, o quizás pasa que tengo que salir antes para recoger a mi hija pequeña que está malita y no me va a dar tiempo o voy a tener que montar un lío para que otra persona le lleve al pediatra. Siento que es injusto que me lo pida a mí cuando ya lo hice el mes pasado o porque es un trabajo que ha escaqueado otro compañero… Pueden ser mil cosas, y mi memoria ya tiene automatizada la reacción.

¿Qué tal si te lanzas a la búsqueda de esas creencias que te limitan y son tan verdad para ti que ni te las replanteas?

La próxima vez que sientas la incomodidad de una emoción, en lugar de salir corriendo o anestesiarte, te propongo lo siguiente:

  • Detente unos minutos a sentir en el cuerpo qué está pasando, lo que aguantes, máximo cinco minutos.
  • Respira.
  • Averigua de qué emoción se trata.
  • Respira más.
  • Cuando llegue la calma, que llegará porque las emociones son pasajeras, pregúntate «¿qué he pensado de lo que estaba ocurriendo que me ha provocado esa reacción?»

Y ¡voilà!, ¡ahí tienes tu creencia!

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