Desde siempre he sido bastante organizada, me encanta planificar, tener las cosas ordenadas me da mucha calma, no solo la casa o mi mesa de trabajo, también mis ideas o mis emociones, todo bien guardado en cajoncitos dentro de mi cerebro para ir sacando conforme necesite. Para que nos entendamos, podría definirme como una persona bastante controladora. ¡Cuidado!, no confundir con perfeccionista.
Me gustan los procesos porque aportan orden a la vida, me ayudan a saber por dónde piso y qué vendrá después. Me encanta convertirlo todo el listas o en fases, paso uno, paso dos, paso tres… Mi hermana se parte de la risa cada vez que me ve ordenar la caja de costura que, por cierto, no uso jamás. Y además tengo un método de cuatro pasos, más uno de regalo, para la gestión de emociones incómodas. Todo en orden, ¡cuánta paz mental!
Es cierto que de vez en cuando la vida da algunos mazazos que me llevan de cabeza al caos, pero es igual, me recupero en tres, dos, uno… y todo vuelve a estar bajo control.
Hasta que mis hijos se han hecho adolescentes y grandes maestros de vida. Y el control ha estallado por los aires y se ha vuelto misión imposible, de hecho, lo mejor que puedo hacer por ellos, por mí, por todos mis compañeros y por mí primero, es soltar el control, que estalle y se convierta en polvo de estrellas.
Por eso he decidido pasarme al team “gente que fluye”. He entendido que el control lo necesito para sentirme segura y he buscado otras formas de encontrar la seguridad. Para ello trabajo como una loca la aceptación de las situaciones o relaciones que no puedo cambiar y la confianza en que, sea como sea, todo va a estar bien. Como bien sabemos, los puntos se juntan en el futuro, así que, lo que sea que esté pasando, ya averiguaré dentro de un tiempo para qué es.
Aun así, ahora que no me escucha nadie, debo reconocer que de vez en cuando sigo ordenando el costurero a escondidas.
Y tú ¿te crees que mantienes el control o eres un genio que surfea las olas del caos?
Foto de Linus Nylund en Unsplash