Hace diecinueve años, cuando mi hijo mayor tenía uno, estaba en mitad de una implantación en un cliente, estábamos implantando Navision (en aquella época se llamaba así) en su empresa.
Me llamaron de la guardería porque el peque estaba muy malito. No tenía de quién tirar en aquel momento, así que advertí a la usuaria que tenía que marcharme y continuaríamos la implantación al día siguiente. Puso el grito en el cielo, no podía dejarlos tirados así, si me iba ella no podría hacer su trabajo.
Me fui con una culpa que no cabía en el coche
Me fui. Con un disgusto de tres pares de narices. Con una culpa que no cabía en el coche. Culpa por no estar con mi peque, que esa mañana ya estaba regular, pero le metí dosis de dalsy y a la guardería, que era un día importante en el cliente. Culpa por no estar en el cliente, ayudando a mis compañeros de equipo y sacando adelante el primer día de implantación.
Lo sé, la gestión desde el principio fue terrible, es criticable por todos los flancos. A mi favor podría decir que en aquel momento pensaba que podía con todo, que era una superwoman y que nada se me podía resistir.
También a mi favor podría decir que en aquel momento era lo máximo que podía hacer con las herramientas y recursos que tenía a mi alcance. Sin tener ni idea de gestión emocional, sin tener ni idea de marcar límites, sin tener ni idea de cuáles eran mis valores principales, sin tener ni idea de tomar decisiones en base a valores y sin tener ni idea de cómo cuestionar lo que para mí eran verdades como templos.
Mucho, muchísimo, ha llovido desde entonces. Diluvios enteros han caído. Y la vida, que es sabia, me ha ido dando llamaditas de atención. Dicen por ahí que «a lo que te resistes persiste», así que dejé de resistirme.
Y cuando años después volví a verme en esa tesitura pero a lo bestia, lo tuve claro. Marqué los límites. Gestioné mi culpa y mi vergüenza. Cuestioné mis verdades como templos. Y decidí según mis valores.
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