Hace mucho tiempo, cuando yo era una cría y todavía no era consciente de mis capacidades, mis jefes ya veían en mí la capacidad de organizar y gestionar personas. En cuanto entraba en un equipo para hacer lo que sea, en tres, dos, uno… me ponían a coordinar. He pasado por unas pocas empresas y unos muchos equipos y, prácticamente en todos, una parte de mi labor consistía en gestionar.
Siempre he disfrutado mucho de ello y la verdad es que todo ese tipo de habilidades que se presuponen aburridas, a mí me han venido de serie y se me dan fenomenal.
Con el tiempo las responsabilidades fueron aumentando, me apasiona todo proyecto nuevo, supone un reto para mí y me comprometo hasta las trancas. Ya no se trataba de coordinar, ahora se trataba de dirigir, enfocar, ilusionar, inspirar, motivar… Y esas son palabras mayores.
Y fui creciendo y haciéndolo como mejor sabía y mejor podía. Dándolo todo, con enormes dosis de empatía de esa de darlo todo, con toneladas de trabajo de hormiguita, con mucha ilusión y muchas ganas de hacerlo bien. Y también de que me quisieran. Ay. Cuando actuamos y nos movemos desde ahí. Todo se complica bastante.
Entonces llegó el coaching a mi vida, para ponerlo todo del revés y luego del derecho y luego del revés otra vez y por fin en su sitio. Me di cuenta de ese estilo de liderazgo maternal de “yo puedo con todo” con el que dirigía, y decidí que quería cambiarlo, por mí y por todos mis compañeros y por mí primero.
Con el tiempo, me he dado cuenta de que los equipos son como sus líderes. El equipo en el que estaba es un equipo senior, muy unido, comprometido, con muy buen rollo, responsable, que se autogestiona, donde la gente se ayuda, muy profesional, muy cohesionado, es un entorno seguro y de confianza, donde uno puede decir que se ha equivocado y entre todos buscan la solución. Y que le cuesta horrores poner límites. Nunca fui un buen ejemplo de alguien que sabe poner los límites. Lo cual me llevó a petar, y a dar mis primeros pasos para aprender a poner límites.
Y tú, ¿cómo lideras?
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